7 de noviembre de 2012

Antonio Rodríguez Almodóvar: El último presocrático


Él mismo dice, en su última entrevista: “Sócrates no es otra cosa que el último de los presocráticos” (revista Filosofía Hoy). Ahora que se ha ido, quiero decir que ha muerto, bien puede predicarse lo mismo de él, de Agustín García Calvo. En Sevilla tuvimos la suerte de conocerlo y tratarlo, allá entre los 50-60, cuando enseñaba latín y griego en la facultad, y unos cuantos muchachos azorados nos partíamos la mollera intentando seguirlo. No sólo en sus estimulantes traducciones de Catulo, de Heráclito –otro de sus pocos amigos redivivos por la razón común, que era el verdadero disolvente que aplicaba a todas las mentiras del Sistema-, sino en otros de sus amores literarios, como fue y era el de Juan de Mairena, su verdadero maestro, a mi entender. Que por cierto ninguno de nosotros había oído hablar antes de aquel “pelmazo”, según quería la Literatura Oficial de entonces, empeñada en que el bueno de don Antonio Machado había tenido un despiste. De otras muchas cosas supimos en los seguidos y perseguidos seminarios de mitología que daba García Calvo por las tardes, y que fue donde Los Otros le fueron buscando la primera ruina.

A la sazón, mayo de 1961, un protocura de la facultad le instruyó severo expediente por causa de un rumor, que decía que en uno de aquellos conciliábulos de perversión había dudado de la Virginidad de María, amén de dado culto vespertino a la Diosa Venus, con paloma expiatoria y todo. Tiempo les faltó a los guardadores del Orden para entablarle Causa de Expulsión del Sagrado Redil Universitario, si precisamente en el de Sevilla aún se exigía de todos sus cátedros juramento de Fe al Dogma de la Inmaculada Concepción. Mas la causa general fue exactamente la misma que le endilgaron a Sócrates: corromper a la juventud. No era ya costumbre administrar la cicuta, pero sí que lo echaron de su cátedra y, a la postre, de Sevilla, tras un juicio eclesiástico de lo más conspicuo, quiero decir, de lo más chungo: como que cuatro curas repantingones fueron citando, de uno en uno, a unos cuantos alumnos que se suponía ya estaban corrompidos por él, si bien ninguno, que yo sepa, depositó testimonio de aquella superchería. Reinaba ya en la Ínclita y Beatífica Facultad de Filosofía y Letras un adelantado del Opus Nigrum, que tampoco hizo nada por evitar el despropósito. Mas no acabó ahí la fiesta, sino que siete años después, habiendo concedido Agustín a un periodista de esta casa unas declaraciones de lo más corriente, ello bastó para que se incendiara en cólera divina el Alcaldillo de Franco que entonces había, un terrateniente de postín, el cual vociferó contra el maligno excátedro, y hasta organizó un acto de desagravio a los pies del monumento de la Inmaculada, un 7 de diciembre de 1968 que era. (Curiosamente, el mismo sitio que había dado lugar a un enfrentamiento radical –quiero decir, con heridos de bala– en otro 7 de diciembre, pero de 1936, entre requetés y falangistas, por un ‘quítate tú, que a mí me toca custodiar en su Vigilia a la Madre de Dios’). Suceso del que no hallarán ustedes la menor noticia en la Fortificada Prensa de aquellos días, como tampoco de otras cosas que aquí les cuento y de las que doy fe, así, con minúscula, que nada tiene que ver con La Fe, contra la que él escribía, y que no era solo la de la religión, sino la de la misma realidad, y la del tiempo, la del futuro y la de “la banca-rota”, que tiene gracia llamar así, en esta de sus últimas aportaciones, a la vileza en que por fin nos ha metido el Poder. Mejor para ti, Agustín, que no tengas que ver la que nos espera.