16 de febrero de 2016

Hermano García Calvo

Jesús Ferrer. 


La figura intelectual de Agustín García Calvo (Zamora, 1926 - Ibídem, 2012) es única e irrepetible, pero ayuda a su comprensión hacerlo partícipe de una singular nómina de heterodoxos librepensadores contemporáneos: Gustavo Bueno, Rafael Sánchez Ferlosio, Antonio Escohotado o Fernando Savater. Su filosofía, de fuerte connotación literaria, se basa en una sistemática revisión crítica de poderosos estamentos sociales, un bronco tono polemista, la decidida apología de la libertad individual, un anárquico desenfado, el desengañado optimismo existencial, una ética personal enfrentada a cualquier autoritarismo y una expresividad cómplice y anticadémica. En la mente de todos está la expulsión de su cátedra universitaria durante el franquismo por apoyar públicamente una sonada protesta estudiantil. Lingüista, ensayista, poeta y autor teatral, su obra refleja un indomable espíritu contestatario, la insobornable conciencia de la transgresión enfrentada al reaccionario convencionalismo social. Libertario, contradictorio, irrespetuoso y extravagante, combinando la ternura con el exabrupto, su arrolladora personalidad intelectual nos legó la certeza de que todo conocimiento nace de la lúcida insatisfacción y la permanente autocrítica.
Versos alejandrinos
A principios de los años setenta García Calvo sorprendía con «Sermón de ser y no ser», un curioso libro en versos alejandrinos de rima libre donde planteaba ese ideario que participa de lo civil, lo ontológico, lo ético y lo estético. En este mismo tono y con idénticas intenciones –una poética de la proclama antisistema–, regresa ahora póstumamente con «Sermón de dejar de ser», una homilía laica que combina la vehemencia con la melancolía, la razón con el sentimiento, recopilación al fin de su idiosincrático pensamiento.
Se inicia la obra cuestionando el nombre de las cosas, con el que éstas cobran sentido reconocible y forma concreta; para continuar contemplándose el autor en un espejo, metáfora de la ambivalencia identitaria; avanzando sobre la responsabilidad colectiva en la reforma social, la crítica a las estructuras del poder político establecido, la denuncia de grandes injusticias globales como la guerra o el hambre, la barroca presencia de la muerte en nuestra cotidianidad, la legitimidad de la desobediencia testimonial, una irónica mirada sobre el éxito y el fracaso en nuestra sociedad o la visión íntima y personalista de una particular espiritualidad, entre otros temas y referentes.
Implicando directamente al lector –«hermano», le señala repetidamente– en coloquial y desinhibida expresión, se previene aquí contra el convencionalismo complaciente y adocenado: «... Tú no les oigas: ésos son los mismos / que te invitan a trabajar, sufrir, pasarlas negras / de momento, negociar, ahorrar, en la esperanza / de así alcanzar la felicidad mañana y luego / la gloria eterna...». Y se denuncia, en un ejercicio de anárquica relativización, las curiosas mutaciones históricas: «Y es triste, hermano: tantas veces que se ha visto / en esta humana historia cómo derribaba / al Poder la rebelión de lo que hubiera vivo / de pueblo-que-no-existe, y cómo al otro día / ocupaba la rebelión el trono del Poder...». Rebeldía e insumisión en una antilírica representativa del imaginario existencial y civil de un atrabiliario, inolvidable filósofo.


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