3 de febrero de 2013

García Calvo, voz del pueblo que no muere


El recuerdo de Agustín García Calvo nos da el pie para introducir brevemente algunas de las circunstancias que rodearon su vida y algunos de los acordes de su pensamiento filosófico.

Luis Andrés Bredlow
22/01/13 · 16:40
Periodico Diagonal. Edición impresa



El 1 de noviembre murió en Zamora, a los 86 años, Agustín García Calvo, filólogo, lingüista, poeta, dramaturgo, ensayista y maestro de varias generaciones de descreídos y rebeldes. Nacido en Zamora en 1926, García Calvo fue catedrático de Filología latina en Sevilla desde 1959 y, desde 1964, en Madrid. En 1965, apoyó la revuelta estudiantil y fue expulsado de la universidad por decreto del régimen franquista. Durante cuatro años, enseñó en privado en la calle del Desengaño de Madrid, entre repetidas detenciones policíacas; en 1969, para evitar la cárcel, cruzó la frontera y se instaló en el Barrio Latino de París. Allí fundó en 1970, con algunos paisanos y amigos, la Comuna Antinacio­nalista Zamorana, que propugnaba la “liberación de la ciudad y comarca de Zamora” y la “desaparición del Estado español y del Estado en general”.

En 1976, ya convertido el régimen a la democracia, García Calvo regresó a España y a la cátedra de Madrid, que ocuparía hasta su retiro en 1997. Al contrario de tantos otros, nunca dejó de mantenerse fiel al espíritu rebelde de los años sesenta. “Les sugiero que el ’68 es hoy, y la rebelión de los estudiantes tan permanente como el sistema que la produce”, declaró, reconociendo que “cualesquiera de las cosas que haya hecho, más o menos políticas, viven de lo que aquello me enseñó o me desengañó”. Lecciones de desengaño que García Calvo iba prodigando infatigablemente en libros y panfletos, conferencias y colaboraciones en prensa (recogidas en los libros Actualidades; Noticias de abajo; Que no, que no y Avisos para el derrumbe), en poemas y canciones (muchas cantadas luego por Amancio Prada, Chicho Sánchez Ferlosio, Antonio Selfa y otros). Una vasta obra que no aspiraba a ser literatura ni filosofía, ni menos aún expresión de ideas u opiniones personales, sino “simple voz de lo que la gente corriente siente y querría decir si se dejara”.

Y lo que el pueblo dice –solía precisar– es “no”: no al Estado, al Dinero, al Trabajo, a las Ideas, al Futuro, al Desarrollo (con las mayúsculas honoríficas que, como herederos de Dios que son, se merecen). Lo malo es lo positivo: por eso, como advirtió a los ecologistas en una entrevista de 1985, “es también una táctica equivocada defender y exaltar positivamente cualquier cosa a la que se ama –llámese Vida, Naturaleza, Libertad y Amor mismo–, por cuanto que esa defensa o exaltación contribuye también a reducir esas cosas a ideas de ellas mismas, a someterlas a la abstracción dominante y por tanto al Poder”.

Mejor que nadie, García Calvo nos enseñó que la intransigencia no está reñida con la amabilidad y el buen humor, ni, desde luego, con la intervención en los asuntos de actualidad política: recordemos su apoyo público a los guerrilleros saharahuis en los ‘80, a los indígenas de la Amazonia y a los okupas del cuartel Viriato de Zamora, su tenaz defensa del ferrocarril contra la plaga del automóvil, su llamamiento a no declararse a Hacienda (“hay otros amores”), que le costó una acusación por fraude fiscal y el consiguiente escándalo en lo que él llamaba atinadamente “medios de formación de masas”.

Ese empeño político fue inseparable de la labor de García Calvo como lingüista (o, como él decía, gramático). Pues es en el lenguaje común y corriente (por oposición a las jergas de políticos y especialistas, pero también a los idiomas de Estado impuestos desde arriba por gobiernos y academias), en ese arte subconsciente que es la gramática del lenguaje hablado, que cualquiera sabe sin saberlo, donde se manifiesta eso que él llamaba “pueblo”, y que no es lo mismo que la mayoría, ni ningún conjunto de individuos (ya que el individuo es la institución nuclear del régimen y, por tanto, reaccionario por esencia), sino la razón común que opera por debajo de los individuos y de su conciencia.

Otro tanto cabría decir de la producción en verso de García Calvo, que emula sabiamente el arte de tradición popular, sus obras para teatro, ese arte de “descubrir la mentira de la vida”, sus estudios de prefilósofos antiguos, de Heráclito a Sócrates, en los que la razón común se vuelve contra la mentira de la realidad, o sus críticas de la ciencia como forma de fe heredera del mito y de la teología (Contra el Tiempo, Contra la Realidad, ¿Qué es lo que pasa?).

Desde 1997, García Calvo venía alentando la “guerra contra la Realidad” en la Tertulia Política del Ateneo de Madrid, que reune semanalmente a más de un centenar de participantes. En mayo de 2011 se unió, con los amigos de la tertulia, al movimiento de los “indignados” de la Puerta del Sol, tratando de disuadirlos de las tentaciones de ceder a la política oficial y sus procedimientos (votaciones, proyectos de reforma, reivindicaciones hacia arriba) e invitándolos a encarar las preguntas de verdadero interés político: cómo perder el miedo al derrumbe del régimen, cómo aprender a vivir sin Dinero, sin Estado ni burocracias planificadoras.

Para ello, lo primero que hace falta es darse cuenta de que el Poder no se sostiene sin la Fe: sin la Fe “ni un gatillo de revólver se apretaría” –escribió en el tratado De Dios–; nada más falso que las monsergas sobre el “fin de las ideologías” o la “falta de ideales de la juventud”, como si el Futuro o el Trabajo, la Economía y el Dinero (reducido ya cada vez más a puro crédito o Fe en el futuro) no fuesen ideales e ideología también. Por eso, hablar y razonar contra la Fe y contra las Ideas no es hacer “teoría”, sino acción práctica y efectiva (hablar es hacer), que, al deshacer la Fe, deshace también el Poder que sólo en la Fe está fundado.

Bien confirman los últimos sacudimientos de la economía mundial lo que García Calvo escribió en 1993, en Análisis de la sociedad del bienestar: “Para el derrocamiento de esta religión última (la Economía, la Idea del Dinero), basta con que se divulgue un tanto la sospecha de lo vano de esa Fe... para que amenace el descubrimiento del vacío del Dios-Dinero, para que rápidamente se resquebraje y se derrumbe un Imperio que está fundado todo en el Crédito, en la Fe”.

Entre las voces que nos han venido acompañando en esta faena interminable de decir “no” al Poder y a las ideas, pocas hubo de tan larga perseverancia como la de Agustín García Calvo; ninguna de tan vasto alcance de ocupaciones y curiosidades, ni de tan impertérrita y clarividente consecuencia en el desengaño. De Agustín García Calvo, hombre descreído también de posteridades y de inmortalidades literarias, queda el regalo siempre vivo de sus versos y de sus prosas, en los que resuena esa voz del pueblo que, como no es nadie, no muere nunca. //




Y llegó lo inesperado

De los modos de integración del pronunciamiento estudiantil es un breve panfleto escrito allá por 1970 en el que se daba vueltas en torno a las formas en las que se anula efectivamente cualquier revuelta (en este caso) estudiantil. Y así se enumera: insertándolas en los paradigmas capitalistas de éxito o fracaso, exigiéndoles un futuro (y, por tanto, vaciándolas de presente), confundiendo su lucha contra el poder con una lucha contra algunos de los nombres propios que accidentalmente lo enmascaran, dirigiendo sus protestas hacia arriba en vez de usarlas como motor de creación de lo común, imponiéndoles los mecanismos democráticos de diálogo con autoridades y representación... García Calvo llevaba toda una vida esperando a que llegara lo inesperado, y lo inesperado llegó.

Cante por Lucrecio

A veces da la sensación de que Agustín García Calvo sólo se sentía plenamente cómodo dialogando con los muertos. Pero, ¿cómo dialogar con los muertos? Hay un cante que dice: “A dar gritos me ponía / en la tumba de mi madre, / y escuché un rumor del viento: / ‘No la llames, me decía, / que no responden los muertos’”. Y sin embargo Agustín insistía, a través de los años, en dialogar con Lucrecio, con Parménides y Heráclito, con Machado. Llegaba a decir que el trabajo filológico era el modo más intenso de hacerlo. Y así lo hizo con uno de los textos más anómalos de todos los que nos han llegado: el De rerum natura, de Lucrecio. Su versión es rítmica (por momentos hasta cantable), cosa que parece chocar con un texto que la institución literaria etiqueta como un rancio tractatus filosófico.


La razón es el ritmo

El Tratado de Rítmica de Agustín García Calvo es, sencillamente, uno de los libros más importantes escritos en castellano. Si la lengua hablada está viva no es gracias a su funcionalidad, es más, es pese a su funcionalidad. Un funcionario es aquel que cumple una función, el que cuando recibe una orden, obedece; y la lengua, con todo, no es funcional. En el lenguaje, en el ritmo, está la razón común. Sin embargo, no se trata en este caso de un ensayo político, ni un ejercicio poético sobre el tema; es un tratado sesudo y académico en el que se desglosa el modo de funcionamiento del ritmo, su medida, sus figuras, sus variaciones en tal cantidad de idiomas y alfabetos que durante largo tiempo fue la pesadilla del imprentista que se hizo cargo del libro.

 Disponible en: [http://www.diagonalperiodico.net/culturas/garcia-calvo-voz-del-pueblo-no-muere.html]


Título:  Vidas y opiniones de los filósofos ilustres
Autores: Diógenes Laercio (Trad. Luis-Andrés Bredlow)
Editorial: Lucina - 534 págs.
Fecha de publicación: 1ª Edición: Mayo 2010. Rústica
Precio P.V.P:  36 € con IVA