Por Javier Brox
Le recuerdo en clase de latín haciendo como que se enfadaba, dando un ligero taconazo con sus zapatos entre principescos y jipis, si no llevabas bien el ritmo de Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris…, de Catulo. O cuando se ponía a leer De rerum natura, con aquella voz varonil, pelo en pecho y patillas de bandido alpujarreño. Me impresionó desde el principio, siempre quise contarme en el círculo de sus jóvenes allegados, pero nunca lo conseguí. Le espié en silencio cuando le vi con Savater en la cafetería de la Facultad, creo yo que hablando de sesos, de un plato de sesos fritos, quiero decir, aunque el detalle quién sabe si solo es fruto de mi imaginación retorcida. De lo que estoy seguro es de que le oír discutir con L. M. Panero un día que el poeta se presentó en clase y desde la última fila se puso a provocarle. Quizá le dijo que le iba a salir un cáncer de lengua, de tanto hablar, y le citó a Lacan. Pero, hace más de 30 años de aquello y, quién sabe si, incluso con Panero por en medio, me vuelve a fallar la memoria. Después, como no podía ser su discípulo, le leí como poeta, ensayista, lingüista, traductor, latinista. Tres cosas suyas tengo clavadas en la memoria. Una, un artículo de El País sobre las cabinas telefónicas, divertido como pocos; otra, un capítulo de uno de sus primeros libros, Lalia (Siglo XXI, 1973). El capítulo se llama *Nos amo, *me amamos y trata de combinaciones agramaticales de los pronombres personales... Seguir leyendo el post