A Agustín se le apreciaba por lo mucho que tenía y por lo mucho que no tenía. Por lo que era y por lo que no era. Tenía dones y talentos fuera de lo común, tenía una erudición monumental y tenía –es fácil deducirloenergía y vitalidad sin medida. Mucho se ha dicho a estas alturas al respecto, y si por un lado alegra ver que se le reconoce como maestro en tantas artes, espeluzna por el otro comprobar con qué diligencia se pone la muerte manos a la obra para cerrar la contradicción y dejarlo convertido en una realidad, en un autor, en un nombre de la cultura. Porque si sólo fuera por lo que tenía, por lo que era (sus dones, sus talentos, su erudición), Agustín no habría sido más que eso, un reputado y reconocido nombre de la cultura. Otro más.
Pero Agustín tenía además otra cosa. Algo indefinible, algo que se le escapa por completo a la cultura, a la inteligencia o la razón convertidas en dinero, pero que mucha gente hemos apreciado especialmente. Y ese algo era algo negativo; ese algo era lo que no tenía, lo que no era, lo que le faltaba: ese algo era que no se lo creía. No se creía, o no se acababa de creer, que todo eso fuera suyo, que todo eso fuera una propiedad o un privilegio personal. No es que fuese generoso y quisiera compartir lo suyo con los demás; no, sino que no podía creer, o no del todo, o mucho menos de lo que es norma, en la propiedad personal de los dones. Rizando el rizo, claro está, esa falta de creencia se le podría atribuir a su vez como un rasgo personal suyo: como una de sus peculiaridades típicas, como una extravagancia o idiosincrasia suya. Aquí está la discusión, o estaría si no se silenciasen, como suelen, las verdaderas discusiones. Porque está claro que para la cultura (esto es, para el dinero) la idea de autor, la firma personal, la propiedad intelectual es dogma: pues sólo previamente reducida a propiedad personal puede venderse la inteligencia. Razón por la cual Agustín no se cansó de repetir que si había algo bueno en sus libros, o si acertaba a decir algo inteligente o razonable en sus charlas, no era a él a quien había que atribuírselo, sino a la inspiración que le venía del común de la gente; y que lo malo que allí hubiera era lo solo suyo. Es por eso que mucha gente encontrábamos, y encontramos, algo en sus libritos –a veces, libracosque no solemos encontrar ni por asomo en la mayoría de los libros. Algo particularmente vivo, inteligente y gracioso, virtudes que en el mundo de la cultura ya vemos que no por casualidad, y en contra de lo que se proclama sin pararno es que abunden precisamente. A cada paso se topa uno con autores que hablan de sí mismos como creadores, y de esas cosas tan especiales que hacen supuestamente ellos solitos, pues de ellos mismos y de su sola creatividad les viene todo. (Y debe de ser verdad, pero más verdad de lo que se creen y no en el sentido en que se lo creen, vista la poca gracia, el mucho embrollo y el aburrimiento insufrible que hay que padecer en los productos habituales de la filosofía, la literatura, el arte o el cine.) En cambio, Agustín se encomendaba a la inspiración del pueblo, de la razón común, de lo de abajo. Llámesele como se quiera, con tal de que se entienda que apuntaba a algo que era lo contrario de él mismo; no algo especial suyo, sino común a todos. Pero claro, es casi una fatalidad, viviendo en el mundo en que vivimos, que esta manera de razonar se reciba y se entienda como la mera filosofía atípica y fuera de tono si se quiere, pero personal e intransferiblede García Calvo.
Fatalidad que alcanza también al otro lado, al lado de quienes decimos que hemos encontrado en sus libros algo bueno, algo de lo que se estaba pidiendo (lo que pedía no alguien en particular ni tampoco la mayoría, sino la gente, la gente sin más), y que es precisamente por eso por lo que te toca en lo más hondo: resultará que esos sentimientos no son más que el gusto personal de cada cual, tan respetable como el de cualquiera, incluso aunque no coincida con el de la mayoría. Y eso será todo, ¿no? Pues... ya veremos a ver, ya veremos a ver. De momento, algunos seguiremos usando y disfrutando de sus libritos y de sus libracos, no tanto por lo que tienen, sino por lo que no tienen. Y aun no habiéndolo tratado personalmente, seguiremos recordando a Agustín, no por lo que era (que era mucho), sino por lo que no era, que es lo que de verdad sigue siendo: un milagro de razón, de razón común.
Remite: gente desde Granada.