En los próximos años, se reconocerá la inmensa influencia que ha tenido Agustín García Calvo en el desarrollo de la gramática, la poesía, la traducción, la filosofía y el teatro actuales.
Incluso aquellos que pretendieron ningunearlo, difamándolo y, hasta cierto punto lo consiguieron, se sumarán encantados a los fastos, siempre que su recuerdo no sea utilizado para relanzar sus ideas.
Ya se sabe que para el poder los mitos son más peligrosos muertos, pero los hombres libres y que razonan, mejor que se mueran.
Sin embargo, aquellos que nos sentimos afortunados y orgullosos de haber compartido su tiempo, le asociaremos a una palabra: dignidad.
Dignidad por la que con unos pocos profesores prefirió abandonar una vida cómoda de catedrático y no dejar abandonados a sus alumnos en 1965, negando así la continuidad del régimen franquista.
Dignidad con la que en el convento de los capuchinos de Sarriá y cercados por la policía franquista, se atrevió a resaltar las insuficiencias e injusticias de la democracia en medio de la incomprensión general.
Dignidad con la que en 1969 resistió 22 días de interrogatorios en la Dirección General de Seguridad en los que dijo muchas palabras , pero ningún nombre, tras lo cual se exilió. Él que prefería continuar enseñando y luchando, que para él eran sinónimos, porque sabía que la siguiente parada de tren sería la cárcel.
Dignidad con la que supo resistir los cantos de sirena de fama y dinero, mucho dinero, solo por aceptar su presencia cotidiana en la televisión en el nuevo Régimen democrático, ya que iba contra sus principios.
Dignidad con la que rechazó convertirse en el influyente intelectual orgánico de izquierdas del sistema sólo con que se hubiese plegado al poder, lo que otros llamaban evolucionar.
Él, sí entendía su auténtico sentido.
Y dignidad con la que trataba con el mismo respeto a la señora de la limpieza, López Aranguren o un obtuso estudiante porque eran el pueblo, sus iguales.
Que su cuerpo descanse y su pensamiento vuele.