Bajando por los bulevares de Madrid, hacia Princesa, una de mis tardes ofuscadas de 2004 o 2005, vi a una vieja en un balcón.
Caminaba de un lado a otro por el corto espacio, con las manos a la
espalda, como un pensador en batín. Entonces me di cuenta de que era un
pensador en batín: García Calvo. Andaba con sus elucubraciones entre el cielo gris y el tráfico, un poco como en la canasta en que Aristófanes pintaba a Sócrates. Fue la última vez que lo vi en vivo.
En
aquellos años solía cruzarme con él por Argüelles. A veces llevaba una
bolsa del Corte Inglés en la mano, no del asa sino agarrada, que a mí me
dio por fantasear que estaba llena de billetes. Nunca hablé con él, y
él nunca supo de mí, pero fui discípulo suyo intermitente e irónico (un
mal discípulo). La primera vez que oí su nombre fue en el bachillerato.
Sí, antes de la Logse podía pasar que se hablase de García Calvo en una
clase. Luego le tomé simpatía por las menciones de Fernando Savater (en cuyo discurso hacía pareja con Cioran).
Hasta que me planté en Madrid como estudiante, a mediados de los
ochenta, y un día aparecieron por la ciudad universitaria unos pasquines
con esta misteriosa formulación: “Que nada está escrito. Encuentro con
Agustín García Calvo”. Seguían los datos del sitio (un aula de la
Complutense, en Letras) y la hora. Allí me presenté. Recuerdo la mañana
como una sesión de peluquería mental, de la que salí rapado de las
pesantes melenas de la Historia y el Destino. Aquello de que “nada está
escrito” me produjo el mismo efecto liberador que la famosa frase de Spinoza que yo conocí por la Invitación a la ética de Savater: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”.
En
el último tramo de aquella década me encontraba de regreso en Málaga,
pero fue desde aquí desde donde asistí asiduamente a sus charlas
madrileñas: en la hora semanal que tuvo durante meses en Radio 3, junto a Xavier Bermúdez.
Recuerdo, por ejemplo, el programa de un 6 de diciembre, en que
comenzaba proclamando: “¡No a la Constitución!”. Hacía una pausa, que
creaba una inquietud paragolpista, hasta que añadía: “¡A la Constitución
del Ser!”. Eran refutaciones ontológicas para abrir espacio. Ataques
políticos a la metafísica. Allí iba soltando sus ítems, como
granadas de mano: la voz que viene de abajo, los medios de formación de
masas, el ferrocarril, el Tiempo, el Dinero, el Estado-Capital, el
individuo como una reproducción a pequeña escala del Estado-Capital, el
pueblo, la gente, las asambleas… Había muchos nacionalistas de
izquierdas (ese oxímoron) que llamaban clamando comprensión; García
Calvo los despachaba tachando a sus Catalunyas y sus Euskadis de
“Españitas”. Predicaba la astucia (estratégica) de no empecinarse en las
palabras: cuando el Enemigo las tomaba, dejárselas y huir a un espacio
innominado. El Enemigo se quedaba así con las cáscaras del “amor” o la
“libertad”, como ciudadelas sin habitantes… mientras estos estaban ya en
otro sitio, hasta la siguiente huida.
De todas formas, yo asociaba la negación de García Calvo con las grandes afirmaciones del surrealismo. En el Sermón de ser y no ser, que es el texto suyo que prefiero (junto con Razón común, su traducción de Heraclito,
para él sin tilde) escribe: “¿Quién la inventó la blanca / palabra que
las borra todas las palabras?; / ¿qué ángel, qué lucero claro de la
mañana / a decir nos enseñaba ‘No’?”. Pero Lucifer, en el Arcano 17 de André Breton,
estaba formado por tres luces: la del Amor, la Libertad y la Poesía.
Más que abandonar las grandes palabras, mi instinto me alentaba a
quedarme en ellas; aunque combinando la exaltación con la ironía.
Me
gustaba el discurso de García Calvo, pero en el fondo detectaba en él
un anhelo puritano y grave; no dejaba de ser un cepo retórico, con sus
engranajes muy bien ensartados y, en último extremo, carente de humor.
En noviembre de 1987 ocurrió un episodio en la Semana de Autor del
entonces ICI, dedicada a Alfredo Bryce Echenique, que muestra esta falta de humor. Una sesión estaba dedicada a mayo del 68, muy presente en La vida exagerada de Martín Romaña.
García Calvo se presentó no para hablar, por supuesto, de autor alguno
ni de novela alguna, ni siquiera del acontecimiento histórico etiquetado
como “mayo del 68”, sino de lo que alentaba por debajo, sin nombre, y
todavía alienta, etc., etc. Bryce Echenique respondió con anécdotas
frívolas y una revelación: uno de los personajes de La vida exagerada de Martín Romaña
está inspirado en García Calvo. Quienes hayan leído la novela lo
reconocerán: se trata del líder de los muchachitos del hotel sin baños,
el caricaturesco Mocasines. A García Calvo no le hizo ninguna gracia y
la jornada prosiguió ya torcida. (He hablado de memoria y puede que haya
alterado algún detalle; al que esté interesado en el episodio, le
remito a la transcripción).
Al
cabo, siempre fui más de Savater que de García Calvo. Y me ha parecido
más valiente la evolución de Savater que esa suerte de presente
perpetuo, sin evolución, de su maestro. A este le faltó atravesar, para
mi gusto, “la línea de sombra”: esa frontera conradiana que separa la
juventud de la madurez (y que también supo atravesar espléndidamente,
por cierto, mi otro filósofo español admirado: Eugenio Trías). Reconozco el heroísmo (casi diría la santidad) que hay en su persistencia, y reconozco que de ese modo su figura constituye un núcleo de potencia
en que lo que dijo queda reforzado al máximo; pero a la vez me produce
un cierto bochorno, como cuando aparece en televisión la “abuela
rockera”. Hay algo que me desazona en el juvenilismo; sin por ello dejar
de encontrarle mérito a la actitud.
Para
los savaterianos hay un momento emocionantísimo, a la vez melancólico y
feliz, que es el de la ruptura. Tuvo ocasión en 1989, y resulta
simbólico que fuese a propósito de Sócrates. El origen estuvo en la
reseña que hizo Savater del libro de I. F. Stone El juicio de Sócrates (“La absolución de Atenas”, parte 1 y parte 2). García Calvo respondió con un “¡Viva Sócrates!”,
en que, junto a la crítica del libro, se metía con su exdiscípulo con
esta frase burlona: “[...] y hasta Savater, que en años lejanos anduvo
leyendo conmigo restos de presocráticos (y Sócrates no es otra cosa que
el último de los presocráticos), estimando contundentes los argumentos
del señor Stone y declarando la delicia de iconoclastia que con este
libro le ha cosquilleado”. Savater respondió con el memorable “¿Sócrates o Don Cicuta?”,
que fue el momento exacto en que él sí cruzó la línea de sombra. El
asunto era exactamente el del ingreso en la madurez. García Calvo había
escrito también: “¿Qué puede pensar uno de estos hombres? Lo más piadoso
que se le ocurre pensar a uno es que están viejos o se están haciendo
viejos, o adultos, por lo menos”. El plural incluye a Gabriel Jackson, que contestó por su parte. En su respuesta, Savater (“hoy viejo, canoso y asentado”), le recuerda qué le dice a Sócrates el joven Clitofonte:
“Pero yo no vacilo en afirmar, Sócrates, que tú eres excelente para
quien no ha sido aún exhortado, mas para el que ya lo ha sido casi eres
un obstáculo que le impide alcanzar la meta de la virtud y llegar a ser
de este modo feliz”. La crueldad de llamar luego Don Cicuta a su maestro
casi era necesaria para matar al padre, para romper de verdad; además
de que se trataba de una broma socrática irresistible (y quizá un guiño
zumbón de Savater a otro maestro, degustador de juegos de palabras: Cabrera Infante).
También
yo me alejé de García Calvo. Aunque en los últimos tiempos estaba
volviendo a tenerle en cuenta, debido a mi amistad online con Al59, discípulo suyo en activo (casi podríamos decir discípulo practicante),
de los que iban los miércoles al Ateneo. Por él, su muerte ha sido
también más cercana. Yo quisiera terminar mi desordenada evocación con
mi recuerdo más cálido del maestro. Tuvo lugar en Málaga, en una sesión
del Congreso de Jóvenes Filósofos (de nuevo la juventud: y él era en
verdad el único joven) que se celebró aquí a principios de los noventa.
El tema de aquel año fue precisamente la muerte. De la intervención de
García Calvo no recuerdo nada, salvo que habló de un gato y recitó un
poema de Horacio, traducido por él mismo. Con el tiempo
ya no sé si el gato estaba en el poema o simplemente se refirió a él en
su charla. Solo sé que era por la mañana, que entraba aire suave con
luz por el ventanal, que los versos de Horacio, en el canturreo de
García Calvo, nos trajeron dicha, y que el gato, dentro o fuera del
poema, estaba en paz, tranquilo, olvidado de sí al sol, sin Dios ni amo,
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